Pablo Bueno nos trae hoy una reseña de Clones, de Michael Marshall Smith, una novela de la que se habló bastante, para bien y para mal, hace algunos años. ¿Qué le habrá parecido a Pablo? Os dejo que él mismo os lo cuente.
Banda sonora de la reseña. Pablo sugiere leer esta reseña escuchando Hocus Pocus, en la versión de Helloween (Spotify, YouTube)
Creo que este es uno de los libros más contradictorios e incalificables que he leído. Hay multitud de elementos dentro de sus páginas que me chirrían o que no acaban de cuadrar del todo. Ni siquiera he logrado comprender por qué no funcionan completamente algunos de ellos. Sin embargo, llegué a la conclusión de que quedarme en que el libro me había parecido regular sería estar haciendo un deshonesto ejercicio de simplificación, puesto que no le faltan aciertos. Así que, si estáis preparados para leer una de las reseñas más extrañas de mi vida, pasad y poneos cómodos.
Lo primero que resulta chocante cuando uno lleva apenas treinta o cuarenta páginas es que Clones no va de lo que parecía. De hecho, la sinopsis que había leído se refería casi de una forma exclusiva a los primeros capítulos, aparte de apuntar algo del pasado terrible que ocultaba el protagonista. Pero enseguida observamos que la dirección de la historia comienza a dar bandazos. A medida que proseguimos en la lectura nos daremos cuenta de que las temáticas (la catalogación de la novela, casi) van cambiando de un modo radical y, lo que en el fondo supone el problema en sí, sin mucha justificación ni lógica de continuidad.
En un principio, el autor nos plantea un futuro más o menos decadente y no muy lejano en el que se utilizan de clones perfectamente humanos como "repuestos médicos". El marco de la novela, aparte de los recuerdos del protagonista, es una ciudad previamente volante, Nueva Richmond, la cual, desde que años atrás tomara tierra por problemas mecánicos, ya nunca volvió a elevarse ni se prevé que lo haga.
Dicho así suena interesante y en el comienzo de la historia toda la crudeza con la que Marshall nos describe la deshumanización de los clones resulta sobrecogedora. Estos, insisto, seres humanos, copias idénticas de sus contrapartidas funcionales, viven en granjas, aislados en túneles húmedos y oscuros y privados desde su nacimiento de la mayoría de los estímulos habituales para una persona. Allí pasarán su vida hasta que, tarde o temprano, haga falta una parte de ellos. O más de una, sean las que sean.
La propia idea en sí es genial y el modo en que se trata pone la piel de gallina. Los clones, por supuesto, no tienen derechos y son tratados como si ni siquiera fueran animales. Las escenas en las que se describe a los que ya han sido parcialmente utilizados causa algo más que incomodidad al lector. Recordemos que, aunque sean seres disminuidos por la ausencia de enseñanza, socialización y, en general, estímulos, no dejan de ser seres humanos. Los problemas éticos evidentes o la visión económica y cínica que se despliega en cuestión de unas pocas páginas respecto a este asunto son de primera categoría, dejando entrever, incluso, ese cierto intento prospectivo asociado a algunas de las mejores obras de ciencia ficción.
El problema comienza, sutilmente al principio, cuando la historia se va convirtiendo en una novela negra, concretamente en una búsqueda de venganza. Poco después deriva en un matiz detectivesco en el que no faltan los mafiosos ni las conspiraciones de personajes poderosos de las altas esferas. También aparecen algunos elementos cyberpunk bastante curiosos. Es en esta zona en la que conoceremos (muuuuy a fondo) los escenarios, personajes y escenas que Nueva Richmond tiene que ofrecernos, desde los situados en los pisos inferiores, hasta los que se despliegan a partir de la planta número ciento cincuenta y más allá a lo largo de los kilómetros y kilómetros de diámetro de la ciudad. A saber: suburbios, locales poco recomendables, camellos, prostitutas, algún que otro tiroteo… Pero esta nueva dirección en la trama no se imbrica en lo anterior. La temática de los clones queda apartada como si nunca hubiera aparecido y, prácticamente, no volveremos a saber más de ella salvo de un modo testimonial.
Ya en esa segunda o tercera estación el viaje comienza a descarrilar, pero es que todavía falta el momento fantástico-lisérgico. Es ahí cuando la novela se convierte en un colocón de LSD literario que mezcla el Picnic de los Strugatski y las visiones de Escher con la psicodelia e incluso con un cierto aire antibelicista que, en conjunto, es como una locomotora intentando avanzar sin ruedas ni raíles. No es solo que la mezcla quizá no funcionara per se, es que, además, da la impresión de que Marshall se salta las reglas o justificaciones argumentales para llevarla a cabo. Quizá, simplemente sea que las cosas suceden porque sí y se nota demasiado.
Uno de los problemas más graves de esta parte del libro es que aspira a constituirse en una suerte de revelación. Sin embargo, el resultado hace pensar en un escritor de brújula que hubiera abusado de su sentido de la orientación sin tener muy claro el destino al que quería llegar.
Es cierto que, al final, hay elementos que se enlazan con hebras que habían ido quedando sueltas, pero da más la sensación de que hayan sido puntadas que se han añadido aquí y allá para coser un poco los agujeros del argumento (o argumentos, puesto que a veces parecen propios de distintas historias) una vez que la novela estaba escrita. En general, el discurso de la historia casi nos hace pensar en esas obras musicales compuestas tirando dados al azar.
Siendo sincero, tengo que decir que me ha resultado difícil terminar este libro; de hecho, me planteé varias veces abandonarlo y, si no lo hice, fue por varias cuestiones. Por un lado, el protagonista habla constantemente en primera persona. Ya desde los primeros capítulos del libro, lo que al principio nos había parecido una voz original y muy propia se vuelve cargante y recurrente. Y, sin embargo, en medio de la verborrea encontramos a veces perlas como esta:
“Gran parte del cariño que sentimos hacia las personas depende del modo en que nos hacen sentirnos respecto a nosotros mismos”.
Por otra parte, todo lo que Marshall desarrolla respecto a los clones, su uso, la moralidad y las escenas que discurren en torno a ellos son sublimes. Crudas, sin duda, pero nos hacen pensar, sorprendernos y sobrecogernos.
Puede que una parte no desdeñable de la experiencia que he tenido con este libro se deba también a la incómoda edición de Círculo de lectores en la lo he leído, con una letra minúscula. Por otra parte, no dejo de pensar también que puede que existan elementos del discurso, ajenos a la propia creación del autor, que trabajen en su contra, pero al no haber leído la versión en inglés no puedo afirmarlo categóricamente.
En definitiva, tenemos ante nosotros un libro extraño, curioso, con algunos destellos de calidad, pero que no puedo recomendar bajo mi propia experiencia.
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